«No sobrevolar la línea de puntos.» Y sin plantearnos siquiera la posibilidad de romper la norma, los seres alados que habitamos este planeta damos media vuelta al llegar a este punto y regresamos a tierra firme.
Un trabajo cómodo, con horario de oficina, me permite dar algún que otro paseo por el cielo antes de que desaparezca la luz del sol. Al llegar a casa después de la visita diaria al supermercado, me deshago de las estrecheces de la camisa y la chaqueta, y subo a la azotea para desentumecer los huesos de mis alas. Uno, dos, abrir, cerrar, y una vez calentados los músculos un ligero impulso con los pies y comienza la diversión. Lo que siento en este primer salto es adictivo, estoy segura: el viento cortándome la cara, un escalofrío mezcla de frío y miedo, alguna lágrima que resbala veloz por la comisura de los ojos…
Este es mi momento preferido del día. No sigo ningún rumbo fijo, tan sólo revoloteo en círculos y me deleito observando la alfombra de tejados que aguarda mi caída. Más arriba, ¿qué habrá? Sólo encuentro nubes, más y menos densas, húmedas y fibrosas o suaves y delicadas, según se haya levantado el día. Pero, más arriba, ¿qué habrá? No podemos sobrevolar la línea de puntos, está prohibido desde el principio de los tiempos, desde que desterraron a los de mi especie a este planeta, al fin y al cabo tan parecido al de los humanos.
Esta tarde me he entretenido más de la cuenta. A la salida del trabajo he tenido que resolver unos engorrosos asuntos pendientes que siempre aplazo una y otra vez: pasar por la tintorería, recoger un paquete en la oficina postal (correo aéreo, claro), comprar dos bombillas de bajo consumo… Al llegar a casa he dejado caer las bolsas en el recibidor y he subido los escalones que conducen al último piso de cuatro en cuatro, tales son mis ganas de no renunciar a lo mejor que me depara el día. Atarcede y el cielo resplandece en color caramelo, pero todavía cuento con algunos minutos para dar un par de vueltas y encontrarme con los habituales que se cruzan en mis paseos. Agito mis alas con fuerza; asciendo tan rápido que al mirar abajo me sobreviene un leve y agradable vértigo. El resto de voladores han comenzado el descenso planeando con suavidad, con cierta pereza por abandonar las delicias del aire libre. Pero yo no quiero descender tan rápido.
Rozo con el ala derecha la línea de puntos. Más arriba, ¿qué habrá? Estoy sola y el sol es una enorme y jugosa fruta roja. La guardia aérea no patrulla a estas horas… Más arriba, ¿qué habrá?
Subo un poco, ahora un poquito más. Estoy por encima de la línea de puntos y no ha ocurrido nada extraño. Asciendo, primero con cautela y después, asustada por una sombra lejana que podría delatarme, convierto mi cuerpo en una flecha alada y cruzo el cielo. La sensación es narcotizadora, no puedo ser más dichosa. Pero comienzo a sentir un calor intenso que me riza las puntas de las plumas. Cada vez me envuelve más el aura del sol, y cada vez quiero acercarme más a él. Me llama, le sigo. Más arriba, ¿qué habrá?
Sus rayos me quemaron un ala. Fue la prenda que tuve que pagar por mi osadía. Pero ahora vivo a su lado, reposo en las nubes y mis paseos ya no tienen límites: una estrella lejana, una supernova recién nacida, me subo a las colas de los cometas y juego a esquivar los meteoritos. Cuando descanso mi única ala es mi bien más preciado: con ella me abanico el sudor que produce tanta felicidad.
El texto es de Rebecca Beltrán (www.lasmusas.com). Me hubiera gustado escribirlo a mí, o sea que, aunque sin su permiso expreso, lo hago mío. Me parece precioso.