Huí de la soledad que habitaba y deseé concluir mi silencio. Abandoné el peligro de mis ojos cerrados, quise encerrar al sol en una de mis lágrimas y de su complacida prisión nacieron siete rayos que cubrieron mi cuerpo.
El rayo violeta inundó mis ojos y supe que la inteligencia lloraba a través de ellos y supe que su dolor era grande.
El rayo añil recorrió hambriento el cálido laberinto de mi pecho y supe que la paciencia necesita ser recompensada.
El rayo verde se perdió en su juego entre los dedos de mis manos, saltando en su huida de uno a otro y supe que la ilusión era mi nuevo camino.
El rayo amarillo derribó con amoroso cuidado la fortaleza de mi vientre y supe que la confianza precisa ser gestada lentamente.
El rayo anaranjado se posó sobre mis pies y caminó con ellos y supe que sólo yo puedo controlar el paso de mi felicidad.
El rayo rojo paseó su impaciencia por mis labios, que cómplices se abrieron a su paso, y supe que sólo de la ternura puede nacer la sonrisa.