domingo, 15 de marzo de 2009

La adicción cansina


caso particular (escogido al azar):

Quejarse es una forma de vivir para algunas personas. Por cierto, era la forma de vida de mi madre. No recuerdo haber pasado un solo día sin oírla quejarse, interminablemente. No creo haber oído siquiera una palabra de gratitud de sus labios. Si las cosas iban estupendamente, era igual: ella se las arreglaba para encontrar algo negativo. No importaba cuán perfecta me esforzara por ser (¡y Dios sabe que traté de ser perfecta!), ella siempre veía algo malo en mí, igual que en mi padre.

Después de muchos años de aconsejar a otros, he notado que mucha gente empieza cada sesión de terapia con una queja. Parece que no pueden evitarlo. Igual que mi madre, son adictos a las lamentaciones. ¿Por qué se queja la gente? ¿Qué quieren o qué esperan lograr cuando lo hacen? Las personas que se quejan son por lo general individuos que no se han tomado el trabajo emocional y espiritual de desarrollar un yo adulto amoroso y compasivo. Como no han aprendido a brindarse ellos mismos la atención y la comprensión que merecen, buscan que otros cubran estas necesidades. Quejarse es el modo que han aprendido para conseguirlo. Usan la queja como instrumento de control, esperando que los demás se sientan culpables si no les brindan la atención, cuidado y compasión que persiguen. La queja es un "tirón" que se les da a los otros. Energéticamente, los quejosos se han abandonado a sí mismos emocionalmente, por eso empujan a los demás a que se conviertan en sus comprensivos cuidadores. Son demandantes, como niños pequeños. El problema es que la mayoría de la gente detesta que se les fuerce y se les demanden cosas. Casi nadie quiere asumir la responsabilidad emocional de otra persona y se alejará si se ve enfrentado a sus quejas permanentes.

Éso es lo que hizo mi padre. Se alejó, se encerró en sí mismo, se convirtió en alguien emocionalmente inalcanzable para mi madre como forma de protegerse de que ésta lo controlara por medio de sus quejas. Por supuesto, esa no fue su respuesta sólo al comportamiento de mi madre. Cuando niño, él ya había aprendido a retraerse ante las críticas y quejas de su propia madre. Entró al matrimonio listo para encerrarse en sí mismo ante los tironeos de mi madre, mientras que ella entró al matrimonio lisa para hacer a mi padre responsable por ella. ¡Una pareja perfecta! El retrotraimiento de mi padre, por supuesto, sólo sirvió para exacerbar las quejas de mi madre, quien siempre se lamentaba por la falta de interés de papá hacia ella. Al mismo tiempo, sus quejas sólo servían para aumentar el aislamiento de mi padre. Este círculo vicioso comenzó muy temprano y se extendió, imbatible, durante sus sesenta años de matrimonio, hasta que mamá murió.


Aunque mis padres se amaban, su capacidad de expresar amor quedó sepultada bajo el sistema disfuncional que habían creado. Por desgracia, éste es un rasgo demasiado común en las relaciones afectivas. Una persona tironea (con sus quejas, su ira, sus juicios y otras formas de control) y la otra se retrae: es el sistema de relaciones más frecuente dentro de los que atiendo como profesional. Una persona adicta a quejarse no será capaz de detenerse hasta que haga el trabajo interior de desarrollar la parte adulta dentro de su ser, capaz de proporcionarle el afecto, la atención, la comprensión y la compasión que necesita. Mientras siga creyendo que es responsabilidad de otro el ser adulto en su lugar y llenarla de amor, no se hará responsable de sí misma.Nuestro niño interior (la parte afectiva dentro de nosotros) necesita atención, aprobación, cariño. Si no aprendemos a proporcionárnoslos nosotros mismos, entonces este niño herido buscará conseguir de otros lo que necesita o empezará a evadirse aferrándose a sustancias o conductas adictivas (comida, alcohol, drogas, TV, trabajo, juego y cosas por el estilo). Si durante su infancia una persona vio que otras conseguían llamar la atención mediante las quejas, como mi madre lo aprendió de mi abuela, y si la queja le funcionó durante la niñez para conseguir lo que quería, entonces la queja se convierte en una adicción. Como cualquier otra adicción, puede funcionar de momento, pero nunca llenará el vacío de amor en su interior. Sólo nosotros mismos podemos satisfacer esta necesidad, abriendo el corazón a la verdadera fuente del amor. Sólo nosotros mismos podemos crear a ese adulto capaz de recibir al espíritu del amor y brindarlo a nuestro niño interior. La gente deja de quejarse cuando aprende a llenarse de amor.

la opinión del experto:

La espiral de la queja. Por Alfonso Aguiló Pastrana

A menudo quizá nos descubrimos quejándonos de pequeños rechazos, de faltas de consideración o de descuidos de los demás. Observamos en nuestro interior ese murmullo, ese gemido, ese lamento que crece y crece aunque no lo queramos. Y vemos que cuanto más nos refugiamos en él, peor nos sentimos; cuanto más lo analizamos, más razones aparecen para seguir quejándonos; cuanto más profundamente entramos en esas razones, más complicadas se vuelven.
Es la queja de un corazón que siente que nunca recibe lo que le corresponde. Una queja expresada de mil maneras, pero que siempre termina creando un fondo de amargura y de decepción.
Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por esas ideas, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.
Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.
Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.
Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: "Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro... y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá...".
Como ha escrito Henri J.M.Nouwen, son quejas y susceptibilidades que parecen estar misteriosamente ligadas a elogiables actitudes en uno mismo. Todo un estilo patológico de pensamiento que desespera enormemente a quien lo sufre. Justo en el momento en que quiere hablar o actuar desde la actitud más altruista y más digna, se encuentra atrapado por sentimientos de ira o de rencor. Cuanto más desinteresado pretende ser, más se obsesiona en que se valore lo que él hace. Cuanto más se esmera en hacer todo lo posible, más se pregunta por qué los demás no hacen lo mismo que él. Cuanto más generoso quiere mostrarse, más envidia siente por quienes se abandonan en el egoísmo.
Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.
¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: "Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho". Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.