miércoles, 6 de enero de 2010














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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aquel había sido uno de esos días en los que no podía soportarse a sí misma. Un día meteorológicamente gris, sucio de lluvia de ciudad, desapacible; un día de invierno como cansado de llover, como agotado de azotar el mundo y las ramas de los árboles, fatigado de hacer flotar en el aire tantas bolsas de plástico, como traslúcidos fantasmas de escarcha. Un día a medias entre un no-amanecer y un no-mediodía, apenas resignado a ser maldecido por los que se aventuraban a salir a las calles heladas: un día de diciembre harto de no ser un día de abril. Un día idéntico a su alma, otra vez, otra Nochevieja; algo tan parecido a la desesperanza, al hastío de uno mismo, que no por familiar le resultaba menos obsceno. Era obsceno querer quedarse en la cama y no abrir los ojos, después de haberse dejado llevar entre esas mismas sábanas por el cuerpo de un hombre al que hacía mucho que no amaba.

Aquella era la principal razón por la que aquel día no había podido soportarse a sí misma. Se avergonzaba de haber dejado, otra vez, que su voluntad se abstuviera cuando él tendió su mano sobre ella y buscó el calor de su espalda por debajo de su camisón. En ese momento su mente le había dicho páralo, di que no; pero sólo ahogó un suspiro de hartazgo (¿o fue sumisión?) y le volvió a dejar hacer, procurándose el único alivio del abismo que tan bien tendía entre su mente y su cuerpo. Quizá fue que no quiso dar pie a otra discusión. O quizá fue, simplemente, que tuvo miedo a dar pie a otra discusión.

Por eso lo supo desde el primer instante, cuando despegó lentamente los párpados, pegadas las pestañas por los estragos del insomnio de otra noche dormida a trompicones, y su cerebro procesó, rabioso, la certeza de que ya se había hecho de día. Es de día, ya es por la mañana. Era de día desde hacía un par de horas, en realidad. Pero su habitación flotaba aún entre los jirones que la exigua luz de esa mañana triste desperdigaba entre las sombras. El dormía, dándole la espalda, al otro lado de su cama.

Apenas se había dejado entreabierta una ranura de la persiana, y por ella exhalaba un aliento moribundo el otro lado de la vida, allá afuera. Le dolía la cabeza, tal vez por no haber dormido ni dos horas seguidas; o tal vez por haber pensado demasiado durante las otras horas, las eternas de vigilia. Qué largas son esas horas de ojos abiertos pegados en el techo a través de una oscuridad viscosa, en plena madrugada. Qué lentos, pesados, arrastrados los minutos que se empeñan en pegarse al cuerpo, sudor amargo, frío, afilado después de miles de vueltas bajo el edredón, detrás del huidizo sueño, que se escapa como cuando tratamos de apresar entre las manos la espuma de la ola que acaba de romper, y al abrirlas, sólo encontramos arena. Qué hostiles los párpados, ásperos, agrestes, incapaces de acariciar las pupilas para conducirlas a la tibia mentira del duermevela. Qué inaprensible el silencio roto de la noche, que se derrama por las escaleras y se filtra por las grietas de los peldaños, hacia abajo, hacia los cimientos, más allá de las paredes de la casa, hacia la gélida respiración de otro diciembre exhausto. Diciembre inmisericorde, cruel, del que sólo nos sentimos a salvo detrás del helado cristal de la ventana, desde dentro del calor del hogar, y del que nos burlamos dibujando corazones vacíos sobre el vidrio, como si no lo tuviéramos ya dentro, a nuestro diciembre, parasitándonos el alma; diciembre en perfecta simbiosis con la tristeza del alma, alma de diciembre triste. Diciembre triste.

Clara.

Estefania dijo...

Princesa Clara.

Esperaré debajo del paraguas sumando.
Espera tu restando...para luego sumar.

Te quiero mucho, chiquitina.

E.