Un rato más tarde, el niño volvió a fijar su atención en el perro. Permanecía inmóvil y seguía gruñendo y lamentándose. Tras dudar varias veces, se dirigió hacia el animal y le preguntó de nuevo: “¿Te encuentras bien? ¿Quieres que te acerquemos al veterinario?” El perro levantó la cabeza y le miró con los ojos entrecerrados y la mirada perdida. Era evidente que padecía malestar. El niño se fijó en la postura del animal: algo parecía estar fuera de lugar. Era tensa, forzada y de pronto lo vio: el perro estaba sentado sobre un gran y oxidado clavo.
“¿Acaso no te has dado cuenta de que estás sentado sobre un clavo?”, exclamó el niño, “¡Cuánto más tiempo tardes, más te dolerá la herida!” Y añadió, estupefacto: “¿Por qué no te levantas?” ‘Perezoso’ levantó su pesada cabeza con parsimonia y le contestó con sorprendente tranquilidad: “Porque no me duele tanto como para hacer el esfuerzo de levantarme”.
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